Saturday, May 20, 2006


Maldito Sur (del libro el último café)


La estancia de mi abuelo quedaba muy lejos de casa. Recuerdo que los primeros viajes duraban días, veía albinas montañas que pinchaban a las nubes gordas y moradas, que parecían estar molestas conmigo cada vez que las divisaba por la ventana del coche. El frío era un factor desesperante después de tanto calor y humedad. Los rostros van cambiando y se convierten en pálidos fantasmas desgastados y noctámbulos. El viento era algo nunca visto por mi ojos y su esquizofrénico sonido aturdía mi mente. Mi hermana siempre estaba junto a mi, angelical, con su vestido rosa ingenuo y sus zapatitos blancos. No parecía afectarle el frío en lo más mínimo. Cada tanto asomaba su rostro por la ventana y dejaba que el viento acariciara sus labios; sus ojos se achicaban y desparramaba lagrimas por el vidrio, sus pómulos se agrandaban, tomaba mi mano con desesperación hasta que su cuerpo era empujado para dentro por una fuerza mayor. Luego, agarraba uno de mis dedos y se los pasaba por sus labios y párpados. El frío era caliente en su cuerpo y mi admiración por este ángel era mayor a medida que pasaba el tiempo.
Por fin se llegaba a la estancia, el abuelo nos estaba esperando delante del paisaje más hermoso que uno podía ver. Se sentía la paz, los animales que hablaban a grandes distancias, susurrándole al oído de miles de habitantes las noticias más hermosas de la naturaleza. Nos abrazó con fuerza, mis padres estaban rojos, mi abuelo también, gritábamos por mi abuela, pero ellos seguían llorando. Las nubes se confabularon con las lágrimas de mis familiares y entramos corriendo a la casa. Me puse al lado de la chimenea mientras me descongelaba. Las ruidosas y escandalosas chispas me echaron del lugar y de pronto me encontré tomándome un dulce chocolate caliente sobre la piel de un oso marrón café. Mi abuelo estaba triste, viejo, cansado de vivir, su mirada hacía entristecer a mis padres y a mi hermana. Yo en cambio bajaba la cabeza y miraba por el gran ventanal la nieve negra que caía.
Los años pasaron muy rápido. Mi abuelo murió y mis padres se separaron. Yo trabajaba religiosamente en la capital, mientras que mi hermana y un fulano vivían en la estancia. El sur era algo lejos para mí, más lejos que los recuerdos y mucho más que la realidad. Mi torpe rutina envejecía a mi lado y de vez en cuando se aburría de mi persona. Mis sueños me abandonaron hace siglos y mi corazón estaba atrapado entre papeles. Muchas veces pensaba en el frío seco y solitario, en mi hermana con su vestido rosa ingenuo, en mi abuelo y su mirada triste, los chocolates junto a ese oso marrón y las noches silenciosas en las que la nieve se robaba el espectáculo.
Decidí ir al sur. Viajé en avión. Las montañas lo ocupaban todo, las nubes eran extravagantes y el zumbido del viento no había cambiado. Las turbulencias me hicieron recordar por qué no viajaba más seguido. Al fin llegué. Los primeros pasos en las tierras frías provocaron una tristeza aún mayor que la de mis recuerdos. Me tomé un taxi hasta la estancia. Todo era diferente. Sin magia, sin ese imponente fondo pintado al óleo, los animales estaban mudos, y la imagen de mi abuelo en la puerta esperándonos para saludarnos provocó en mí la desesperación. Toqué la puerta de la estancia y nadie contestó. Grité el nombre de mi hermana, pero fue en vano. Rodeé la estancia y a lo lejos en el lago congelado la vi a ella. Sonriente como de costumbre, con unos animales hermosos que bailaban a su lado. Era el ángel de siempre. La miré contento y la disfruté un instante hasta que se dio cuenta de que estaba esperándola. Corrió al verme y de repente se hundió en el hielo. Salí disparado a rescatarla. Mis piernas se movían de manera atolondrada. No había agujero, no la veía. Escuchaba gritos, hasta que un puño golpeó por debajo de mi cuerpo. Destrozaba el hielo y nada. Seguía golpeando con más fuerza hasta que no sentí vida en mis manos. La veía muy bien. No había cambiado en nada. Sus ojos seguían siendo hermosos, el color rosado de su piel estaba intacto, no parecía tener miedo, seguía golpeando inútil al hielo, volví a correr en busca de algo para abrir el lago, corrí como nunca, agarré una pala, y de nuevo al lugar. No la veía. Rompí un gran trozo del suelo y me tiré. Nadaba sin sentido buscando la muerte. Ahí estaba, llegué a tocarle el brazo, ella sonrió, me tomó de la mano y se pasó mis dedos por sus labios y luego por los párpados. Hervían. Me soltó la mano y se perdió lentamente en el fondo del lago.

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