Tuesday, March 09, 2010

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Martín Arregui ahora en Twitter usuario tinchopunk ahí publicaré novedades sobre los cuentos, música,deportes y lo que sea

Thursday, June 01, 2006

Alguna angustia


Sirviente del basto mundo de la noche, en especial de aquellas noches donde el alcohol suele ser la bebida del corazón, salí por una puerta que me hizo entrar en otra. Un mundo de puertas y llaveros en el cual nunca entre a ningún lado. Un vaso más y me voy. Los condenados bailaban, cosa que sólo ellos pueden hacer, y yo camino por un oscuro y movedizo sendero en el cual sus pies me dicen que hoy no puede ser. Vodka por favor. Rieron los bailarines al verme caer una y otra vez de una silla pegada al piso y retenida por un gordo marisco que pensó que yo no me iba a volver a parar. Otro vaso más. Surtido de variedades, de camisas, pantalones, relojes con agujas, sombreros de metal y ese plástico que recubre sus bocas. Lentes para noche, ojos sin iris y yo mirando crujir sobre la mesa un billete desesperado. Dame un poco más. Luces negras sin pensamientos limaron mi voluntad de menos y persiguieron sus dedales hasta hacer magia con mi estomago que derramo lágrimas sobre un mármol sucio por la orina. Los pies reían, los moluscos me empujaban, sentía cejas persiguiéndome hasta otra puerta, y así otra puerta y más puertas hasta que esa última puerta descubrió un espejo opaco. Figura completa, ropa y sangre, suerte de vergüenza pasada, recuerdos de un jamón y no el que se come. Ahí de cuerpo entero sin puertas ni resacas vuelvo a beber.

Saturday, May 20, 2006


No te mueras un martes (del libro el último café)

El martes es el día de los holgazanes, como me gusta decir a mí. Quizá en realidad, yo sea esa persona perezosa que ve los martes directamente como una pérdida de tiempo. Pero no hay nada que uno haya terminado un martes. Nunca se escucha la frase: “me pasé toda la noche para rendir”, un martes. Es porque el martes no suele ser un día de inspiración para nadie.
El lunes dicen que es alegre, que despeja las dudas de los economistas, que divisa un futuro alternativo a las masas, es odiado por los estudiantes, pero todo esto es mejor que un martes.
El resto de los días siempre tienen algo que decir. Un miércoles está a mitad de la semana, ¡a quién no le gusta el miércoles!, además es el día que viene después de ese tedioso martes. Jueves y viernes son como un mismo día. El sábado es para salir, divertirse, enamorarse. El domingo, es el santo descanso, la paz del laburante, el fin de una semana agitada.
Ese martes el cartero tocó suavemente el timbre como sólo el cartero lo sabe hacer. Me dio un sobre que podría cambiar todos mis pensamientos sobre el martes pero en realidad lo único que hizo fue revelarme una triste noticia.
Jimena era mi amiga solterona. Al principio éramos mejores amigos, confidentes, hasta que probamos ser amantes. Luego la amistad se fue diluyendo.
La relación se volvió telefónica, y después de unos cuantos años, sólo por carta. Nos contábamos cuanto detalle de la vida podríamos develar, pero siempre manteniendo una distancia que nos permitía ser crueles el uno con el otro.
La carta de Jimena no cambiaba mucho de los diálogos acostumbrados, frases poéticas por donde quiera, una clara frustración de novelista o poetisa marcada en cada línea que había escrito. Las hojas eran siete, así que asumí leer una por día. Como aquella hermosa historia que uno quiere mantener eterna.
Era de nuevo martes. Las palabras de Jimena aburrían a cada momento, ya las leía después del almuerzo, así me ayudaban con la siesta. Comí de forma atolondrada. Había llegado tarde y mis horarios se habían cambiado bruscamente, así que gané tiempo en la comida. Leí por fin la última hoja de la carta. No cambiaba de las cosas que contaba anteriormente, pero su firma parecía triste. Y más abajo escribió: “En una semana voy a matarme...”
La sangre se me heló, vomité en el instante mismo en que leí esa frase. No podía creer que una persona se suicidara un martes. Justo el peor día de la semana.
Llegué a la casa y golpeé enérgicamente la puerta de Jimena. Grité varias veces su nombre y, de una patada, derribé la puerta. Busqué en su habitación hasta llegar al baño. Ahí estaba, temblando, desnuda, a punto de cortarse las venas. Los dos nos quedamos congelados. Hacía mucho que no la veía. Me parecía muerta. Le grité desesperadamente: “No te mueras un martes”. Pero el momento era intocable. Sólo la brisa y algún ruido de motor interrumpía nuestras miradas sin pestañar. A Jimena le temblaba el labio. Le saqué el cuchillo y le volví a repetir que no se matara un martes. Ella me hizo caso. Al otro día la encontré muerta.

De película (del libro el último café)


Comencé la búsqueda. Corrí. Salté. Giré a la derecha. Seguí derecho, y corrí más rápido que nunca. Salté. Giré. Corrí. Pisé un charco, era de barro, las botas se me llenaron de esa horrible mezcla y todo parecía inalcanzable. Me levanté. Corrí. Salté. Volví a saltar. Estaba fatigado, pero conciente de mi búsqueda. Se me escapó. Agarré el auto. Aceleré. Frené. Volví a acelerar. Dejé el auto ahí, enfrente de su casa. La esperé. Llegó. Marcó un número en el teléfono. La golpeé. Volví a golpearla. La maté.
Siempre decía lo mismo. Nunca la verdad. Mi madre era actriz, pero estaba enferma. Estaba enferma de muerte. La maté como en una de sus películas. Así quería ella. Siempre decía lo mismo. Creo que los policías no entendieron. Creo que nunca me creyeron. Pero yo estaba encerrado. Y ellos me miraban desesperados.
Comencé la búsqueda. Corrí. Salté. Giré a la derecha. Seguí derecho, y corrí más rápido que nunca. Salté. Giré. Corrí. Pisé un charco, era de sangre, las botas se me llenaron de ese horrible color rojizo, todo parecía inalcanzable. Me levanté. Corrí. Salté. Volví a saltar. Estaba fatigado, pero conciente de mi búsqueda. Se me escapó. Agarré el auto. Aceleré. Frené. Volví a acelerar. Dejé el auto ahí, enfrente de su casa. La esperé. Llegó. Marcó un número en el teléfono. La golpeé. Volví a golpearla. La maté.
A veces cambiaba unas cosas a mi relato. Y se volvían locos. Me tenían grabado. Con cámaras. Con grabadores. Era impresionante. Mi madre nunca hubiera soñado con esta película. Los policías me golpeaban. Y yo les sonreía. Creo que eso los enfurecía mucho más. Me venían a buscar a cualquier hora. Yo nunca dormía. Además estaba encerrado. Sin luz.
Comencé la búsqueda. Corrí. Salté. Giré a la derecha. Seguí derecho, y corrí más rápido que nunca. Salté. Giré. Corrí. Pisé un charco, era de agua, las botas se me mojaron, todo parecía inalcanzable. Me levanté. Corrí. Salté. Volví a saltar. Estaba fatigado, pero conciente de mi búsqueda. Se me escapó. Agarré el auto. Aceleré. Frené. Volví a acelerar. Dejé el auto ahí, enfrente de su casa. La esperé. Llegó. Marcó un número en el teléfono. La golpeé. Volví a golpearla. La maté.
Esta vez no iba a zafar. Los policías se enojaron. Me golpearon. Me dejaron inconsciente. Se me caía un hilo de sangre y goteaba de a poco. Me seguían golpeando. Creo que no les gustaba la mugre que estaba haciendo con mi sangre. Me dejaron un rato solo. Con esas cámaras. Con esos grabadores. Había luces apuntándome. Pero no hablaba. No tenía miedo escénico. Siempre supe dónde tenía que mirar. Y volví con lo mismo.
Comencé la búsqueda. Corrí. Salté. Giré a la derecha. Seguí derecho, y corrí más rápido que nunca. Salté. Giré. Corrí. Pisé un charco, era de sangre, me quité las botas, todo parecía inalcanzable. Me levanté. Corrí. Salté. Volví a saltar. Estaba fatigado, pero conciente de mi búsqueda. Se me escapó. Agarré el auto. Aceleré. Frené. Volví a acelerar. Dejé el auto ahí, enfrente de su casa. La esperé. Llegó. Marcó un número en el teléfono. La golpeé. Volví a golpearla. La maté.
Creo que no lo podían creer. Las cámaras me seguían apuntando. Igual que las luces. Los policías me miraban con rabia. El de pelo colorado me odiaba. Se le veía en los ojos. Entraron y me apuntaron con un arma en la cabeza. Me gritaban. Me amenazaban. Salieron. Pero esta vez no dije nada. Empecé a escuchar una vocecita en mi cabeza: “Nunca la busqué. Nunca corrí. Nunca salté. Nunca giré a la derecha. Nunca pisé un charco. Nunca tuve un par de botas. Nunca tuve un auto. Nunca la golpeé. Ella se mató.”
Ciudad feliz: “La historia del Cochon Rouge” (del libro sucedió en mar del plata)

Mar del Plata está situada sobre el Océano Atlántico, en la zona Sudeste de la Provincia de Buenos Aires, 38º2 de latitud Sur y 57º39 de longitud Oeste. Disfruta de una extensión de 1453,44 kilómetros cuadrados, alrededor de 145000 hectáreas. La distancia entre la Capital Federal y Mar del Plata es de 404 kilómetros y a la ciudad de La Plata 367 kilómetros.
“Dotado de un puerto natural sobre el Océano que lo pone en comunicación directa con el extranjero…, llamado a un gran desenvolvimiento… hay en él un saladero, molino de agua, iglesia de piedra y cal, botica, herrería, zapatería, y otros ramos industriales. Está listo el colegio municipal y 20 casas de piedra, madera y ranchos, ocupados por negocios de diversos géneros… La población que aquí se forme está llamada a ser una de las más felices de la provincia, por su clima y la feracidad del suelo.” Nota al gobernador Mariano Acosta solicitando autorización para fundar un pueblo llamado Mar del Plata. Nombre propuesto por su posterior fundador Patricio Peralta Ramos, 14 de noviembre de 1873.
A los pocos meses de aceptarse el pedido de Peralta Ramos, a la lista de comercios se le tuvo que agregar un restaurante francés llamado Cochon Rouge donde la especialidad, como lo dice el nombre, era el lechón. El Cochon Rouge, estaba ubicado en la zona del puerto, donde hoy se encuentra una famosa estación de servicio. El dueño era el señor Henry Blanc y la llegada al balneario se realizó mediante cuatro carrozas con banderas francesas e imágenes pintadas de cerdos endiablados con una pequeña guarnición verde y su característica manzana que los animales usaban de mordaza. Entre los comensales se encontraban Marcelino Martínez, José Gregorio Lezama, Javier Ortíz, la señorita Cecilia Peralta Ramos, Patricio Peralta Ramos, Ovidio Zubiaurre, Antonio Iglesias y Juan Camet entre otros. Pero con el tiempo el Cochon Rouge fue decayendo; ya el bueno de Henry Blanc había muerto y una generación de hijos criollos tomó el poder de ese prestigioso restaurante, que se convirtió en antro de marinos y prostitutas. Bernardo Blanc era el nuevo dueño o el que se encargaba de emborrachar ingleses y argentinos de igual manera; impresionaba a los franceses con su acento demencial y seducía a cuanta prostituta entraba en el ya decadente Cochon Rouge. Los hombres tirados por la puerta dentro y afuera del establecimiento no asustaban a los pocos vecinos del lugar. La policía por estos lados no pasaba y de a poco esa ciudad que comenzó a crecer dejaba olvidada una parte de su historia. Mar del Plata ostentaba hasta esa época un record absolutamente favorable que era no tener ningún asesinato en su tierra. Las muertes eran naturales o por accidentes. No había robos ni ladrones. Lo que Mar del Plata no contaba era el Cochon Rouge y alrededores donde los asesinatos sobrepasaban la media de cualquier pueblo, los robos y crímenes eran de tal magnitud que ya la gente ignoraba por completo esa porción de tierra contaminada. Los faroles ciegos del puerto no podían ser testigos de estas atrocidades: la red de prostitución y juego que se había formado o el sector de mafias que se instaló ahí. Y hasta no pudieron ser testigos de esa vez que un tal Jack con galera, capa y bastón entró hablando en criollo y los pocos que lo conocieron se alejaron de él como si la peste roja hubiera entrado. Y así los dueños pasaron y el Cochon Rouge fue desapareciendo. Nunca se sabrá en que fecha cerro definitivamente ya que los archivos de la ciudad nunca aceptaron un lugar con ese nombre. Ni los familiares antes nombrados dan como cierto este restaurante. Pero la verdad es que el sitio fue y será el primer lugar que no fue feliz en la ciudad feliz.

Maldito Sur (del libro el último café)


La estancia de mi abuelo quedaba muy lejos de casa. Recuerdo que los primeros viajes duraban días, veía albinas montañas que pinchaban a las nubes gordas y moradas, que parecían estar molestas conmigo cada vez que las divisaba por la ventana del coche. El frío era un factor desesperante después de tanto calor y humedad. Los rostros van cambiando y se convierten en pálidos fantasmas desgastados y noctámbulos. El viento era algo nunca visto por mi ojos y su esquizofrénico sonido aturdía mi mente. Mi hermana siempre estaba junto a mi, angelical, con su vestido rosa ingenuo y sus zapatitos blancos. No parecía afectarle el frío en lo más mínimo. Cada tanto asomaba su rostro por la ventana y dejaba que el viento acariciara sus labios; sus ojos se achicaban y desparramaba lagrimas por el vidrio, sus pómulos se agrandaban, tomaba mi mano con desesperación hasta que su cuerpo era empujado para dentro por una fuerza mayor. Luego, agarraba uno de mis dedos y se los pasaba por sus labios y párpados. El frío era caliente en su cuerpo y mi admiración por este ángel era mayor a medida que pasaba el tiempo.
Por fin se llegaba a la estancia, el abuelo nos estaba esperando delante del paisaje más hermoso que uno podía ver. Se sentía la paz, los animales que hablaban a grandes distancias, susurrándole al oído de miles de habitantes las noticias más hermosas de la naturaleza. Nos abrazó con fuerza, mis padres estaban rojos, mi abuelo también, gritábamos por mi abuela, pero ellos seguían llorando. Las nubes se confabularon con las lágrimas de mis familiares y entramos corriendo a la casa. Me puse al lado de la chimenea mientras me descongelaba. Las ruidosas y escandalosas chispas me echaron del lugar y de pronto me encontré tomándome un dulce chocolate caliente sobre la piel de un oso marrón café. Mi abuelo estaba triste, viejo, cansado de vivir, su mirada hacía entristecer a mis padres y a mi hermana. Yo en cambio bajaba la cabeza y miraba por el gran ventanal la nieve negra que caía.
Los años pasaron muy rápido. Mi abuelo murió y mis padres se separaron. Yo trabajaba religiosamente en la capital, mientras que mi hermana y un fulano vivían en la estancia. El sur era algo lejos para mí, más lejos que los recuerdos y mucho más que la realidad. Mi torpe rutina envejecía a mi lado y de vez en cuando se aburría de mi persona. Mis sueños me abandonaron hace siglos y mi corazón estaba atrapado entre papeles. Muchas veces pensaba en el frío seco y solitario, en mi hermana con su vestido rosa ingenuo, en mi abuelo y su mirada triste, los chocolates junto a ese oso marrón y las noches silenciosas en las que la nieve se robaba el espectáculo.
Decidí ir al sur. Viajé en avión. Las montañas lo ocupaban todo, las nubes eran extravagantes y el zumbido del viento no había cambiado. Las turbulencias me hicieron recordar por qué no viajaba más seguido. Al fin llegué. Los primeros pasos en las tierras frías provocaron una tristeza aún mayor que la de mis recuerdos. Me tomé un taxi hasta la estancia. Todo era diferente. Sin magia, sin ese imponente fondo pintado al óleo, los animales estaban mudos, y la imagen de mi abuelo en la puerta esperándonos para saludarnos provocó en mí la desesperación. Toqué la puerta de la estancia y nadie contestó. Grité el nombre de mi hermana, pero fue en vano. Rodeé la estancia y a lo lejos en el lago congelado la vi a ella. Sonriente como de costumbre, con unos animales hermosos que bailaban a su lado. Era el ángel de siempre. La miré contento y la disfruté un instante hasta que se dio cuenta de que estaba esperándola. Corrió al verme y de repente se hundió en el hielo. Salí disparado a rescatarla. Mis piernas se movían de manera atolondrada. No había agujero, no la veía. Escuchaba gritos, hasta que un puño golpeó por debajo de mi cuerpo. Destrozaba el hielo y nada. Seguía golpeando con más fuerza hasta que no sentí vida en mis manos. La veía muy bien. No había cambiado en nada. Sus ojos seguían siendo hermosos, el color rosado de su piel estaba intacto, no parecía tener miedo, seguía golpeando inútil al hielo, volví a correr en busca de algo para abrir el lago, corrí como nunca, agarré una pala, y de nuevo al lugar. No la veía. Rompí un gran trozo del suelo y me tiré. Nadaba sin sentido buscando la muerte. Ahí estaba, llegué a tocarle el brazo, ella sonrió, me tomó de la mano y se pasó mis dedos por sus labios y luego por los párpados. Hervían. Me soltó la mano y se perdió lentamente en el fondo del lago.

Amor salado (del libro el último café)

Buscaba el amor por todas partes. En las paredes blancas, donde un graffiti pretencioso avisaba que ahí estaba prohibido fijar carteles, claramente decía: Te amo. Pero yo lo buscaba físicamente, quería tocarlo, sentirlo, olerlo, gritarle. Pensaba que, como nunca había amado, el amor no existía. Igual que la nieve, nunca la vi, no debe existir. Busqué en el diccionario del absurdo la palabra amor. Amor: Estado psicomental en el cual el ser humano se comporta estúpidamente. Ver enamorado. Retrocedí unos pasos. ¿Qué el amor hace estúpida a la humanidad? ¿Qué sentido tiene enamorarse entonces? Una pareja de viejitos azules venía caminando hacia a mí. Me sonrieron con dientes enlatados y plásticos. Amor ajeno. Seguí. Paré. Me detuve y los instintos triunfaron sobre mi carne débil. Abrí la puerta del lugar y desconsolado compré un amor.

Soy Martín Arregui

Mudandome otra vez de sitio en sitio, ahora parece que mercado libre me ocupo la dire que tenía antes... Así que bueno trataré de pasar
los contenidos de la página anterior a esta y empesar de cero con más información.