Saturday, May 20, 2006


De película (del libro el último café)


Comencé la búsqueda. Corrí. Salté. Giré a la derecha. Seguí derecho, y corrí más rápido que nunca. Salté. Giré. Corrí. Pisé un charco, era de barro, las botas se me llenaron de esa horrible mezcla y todo parecía inalcanzable. Me levanté. Corrí. Salté. Volví a saltar. Estaba fatigado, pero conciente de mi búsqueda. Se me escapó. Agarré el auto. Aceleré. Frené. Volví a acelerar. Dejé el auto ahí, enfrente de su casa. La esperé. Llegó. Marcó un número en el teléfono. La golpeé. Volví a golpearla. La maté.
Siempre decía lo mismo. Nunca la verdad. Mi madre era actriz, pero estaba enferma. Estaba enferma de muerte. La maté como en una de sus películas. Así quería ella. Siempre decía lo mismo. Creo que los policías no entendieron. Creo que nunca me creyeron. Pero yo estaba encerrado. Y ellos me miraban desesperados.
Comencé la búsqueda. Corrí. Salté. Giré a la derecha. Seguí derecho, y corrí más rápido que nunca. Salté. Giré. Corrí. Pisé un charco, era de sangre, las botas se me llenaron de ese horrible color rojizo, todo parecía inalcanzable. Me levanté. Corrí. Salté. Volví a saltar. Estaba fatigado, pero conciente de mi búsqueda. Se me escapó. Agarré el auto. Aceleré. Frené. Volví a acelerar. Dejé el auto ahí, enfrente de su casa. La esperé. Llegó. Marcó un número en el teléfono. La golpeé. Volví a golpearla. La maté.
A veces cambiaba unas cosas a mi relato. Y se volvían locos. Me tenían grabado. Con cámaras. Con grabadores. Era impresionante. Mi madre nunca hubiera soñado con esta película. Los policías me golpeaban. Y yo les sonreía. Creo que eso los enfurecía mucho más. Me venían a buscar a cualquier hora. Yo nunca dormía. Además estaba encerrado. Sin luz.
Comencé la búsqueda. Corrí. Salté. Giré a la derecha. Seguí derecho, y corrí más rápido que nunca. Salté. Giré. Corrí. Pisé un charco, era de agua, las botas se me mojaron, todo parecía inalcanzable. Me levanté. Corrí. Salté. Volví a saltar. Estaba fatigado, pero conciente de mi búsqueda. Se me escapó. Agarré el auto. Aceleré. Frené. Volví a acelerar. Dejé el auto ahí, enfrente de su casa. La esperé. Llegó. Marcó un número en el teléfono. La golpeé. Volví a golpearla. La maté.
Esta vez no iba a zafar. Los policías se enojaron. Me golpearon. Me dejaron inconsciente. Se me caía un hilo de sangre y goteaba de a poco. Me seguían golpeando. Creo que no les gustaba la mugre que estaba haciendo con mi sangre. Me dejaron un rato solo. Con esas cámaras. Con esos grabadores. Había luces apuntándome. Pero no hablaba. No tenía miedo escénico. Siempre supe dónde tenía que mirar. Y volví con lo mismo.
Comencé la búsqueda. Corrí. Salté. Giré a la derecha. Seguí derecho, y corrí más rápido que nunca. Salté. Giré. Corrí. Pisé un charco, era de sangre, me quité las botas, todo parecía inalcanzable. Me levanté. Corrí. Salté. Volví a saltar. Estaba fatigado, pero conciente de mi búsqueda. Se me escapó. Agarré el auto. Aceleré. Frené. Volví a acelerar. Dejé el auto ahí, enfrente de su casa. La esperé. Llegó. Marcó un número en el teléfono. La golpeé. Volví a golpearla. La maté.
Creo que no lo podían creer. Las cámaras me seguían apuntando. Igual que las luces. Los policías me miraban con rabia. El de pelo colorado me odiaba. Se le veía en los ojos. Entraron y me apuntaron con un arma en la cabeza. Me gritaban. Me amenazaban. Salieron. Pero esta vez no dije nada. Empecé a escuchar una vocecita en mi cabeza: “Nunca la busqué. Nunca corrí. Nunca salté. Nunca giré a la derecha. Nunca pisé un charco. Nunca tuve un par de botas. Nunca tuve un auto. Nunca la golpeé. Ella se mató.”

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